domingo, 27 de julio de 2008

UNA MADRE

La jergón estaba indecisa. Enroscada a una rama miraba el puesto sin encontrar camino para volver al nido. Los hacendados habían rozado el trozo de monte que quedaba entre el último tambo y la cocha. Por allí pasó en la mañana. Ahora resultaba imposible; lo que al amanecer era selva lo poblaban muchachos y perros. Los hombres la odiaban como si ella tuviera la culpa de tener veneno en las glándulas.

Por eso temía arriesgar la vida si se aventuraba a atravesar los tambos. Sabía que, de ser vista, la matarian sin piedad. Pero era necesario volver al nido. Las crias la esperaban.
Pensó regresar al sitio de donde venia para abrirse camino por la cocha. Mas luego tuvo otra idea, al parecer mejor: dar la vuelta por el barranco, a la sazón desierto y solitario. La noche oscura, se dijo. No la distinguirían.

Reptó hermosa y fuerte, luciendo las manchas doradas de su piel negra...
Le faltaba poco para alcanzar el monte cuando, al ruido de una lancha en el río un hombre salió del tambo más próximo llevando en la mano un farol de kerosene. Al medir ella la distancia que la separaba de los árboles comprendió que no tendría tiempo de pasar antes que aquél. Mientras tanto la luz del fanal se acercaba con peligro para su vida. Entonces rápida y silenciosa, se deslizó entre los trozos de árbol cuidadosamente hacinados sobre el suelo.
Más faroles y más hombres en torno de la leña entre la cual se escondía la vibora. Conversaciones de los del puerto y los de la lancha.
Miraban las pilas de capirona y hablaban de dinero. Después vinieron de la embarcación varios muchachotes semi-desnudos y fuertes. Y comenzaron a llevarse en el hombro la leña arreglada en el barranco.
La jergón comprendió todo, incluso el riesgo que corría su vida.
Con angustia notó que los montones de combustible iban desapareciendo a su alrededor. Pronto, aquél en el cual se escondía empezó a ser deshecho. Comenzó a huir de la muerte deslizándose entre los intersticios que dejaban las rajas cada vez más abajo...
De pronto se encontró imposibilitada de avanzar. En una hilera los trozos estaban tan pegados uno a otro que no pudo deslizarse entre ellos. Presintiendo que el fin se acercaba, esperó. Una mano robusta y bermeja cogióla, junto con la raja bajo la cual quedó oculta. Entonces, pensando en las crías que la esperaban, defendiendo su pobre vida de madre, se asió a aquel miembro y mordió furiosamente...

Un lamento y un grito resonaron en la noche:
¡Ay! víbora...
Ella huia, veloz. Dos hombres la alcanzaron y diéronle fuertes golpes, quebrantándole el espinazo.
Se estiró, orinegra y aún temible, en su metro y medio. Pero no estaba muerta. Escuchaba el quejarse del herido y las carreras de aquellos malvados para traer la curarina, ligar el brazo del accidentado y darle de beber cachaza. Pensó que todavía podría llegar donde sus hijos.
Despacio, despacio, comenzó a reptar...

La vieron. Entonces rompiéronle la cabeza a palos y la arrojaron al rio.
En el nido, las viboritas esperaban a su madre.

Fernando Romero.


miércoles, 23 de julio de 2008

LA SELVA DE LOS VENENOS

¿El señor no oyó hablar jamás de la chicharra machacui? Una mariposa que es una vibora. Sí. ¿Qué le parece? Una cosa tan linda, una florecita que vuela, cuando a la hora de la hora viene volando se tropieza con uno y le clava el aguijón, que tiene ponzoña. No sale por las tardes porque le diré que es medio cegatona. Donde ve luz allá se va.
Y como era casi de noche, mi indiecita estaba con el niño recogiendo los vasos de caucho y habia encendido su linterna. Llegó, como le decia, la chicharra machacui y el niño se puso a dar grandes alaridos; pero yo no comprendia nada. Sólo ella, reconociendo estos bichos, vio el bracito mojado en sangre. La madre lo agarró y miró a todos los lados como si buscara amparo de la virgen santisima. ¡Ah, señor, sólo una india es capaz de hacer cosa semejante! En un dos por tres se arrodilló en tierra como lo estaba diciendo, afiló el machete y, ¡tras!, le cortó el brazo hasta el codo, ¡cómo si me lo hubiera cortado a mí, señor! Se oyó tan lejos el grito y los llantos que hasta el bosque parecía callarse, y yo estaba loco de atar. ¿Se figura? La madre amarraba el muñón con un pedazo de camisa y corría sin gemir, en dirección al campamento, donde el patrón, que era algo médico, podía quizás curar al niño; corría por la selva nocturna llena de luciérnagas y de rugidos y del sonido más terrible de la serpiente cascabel. Durante una hora estuvo corriendo. Yo iba detrás con el fusil listo para los tigres. Cayó al fin muerta del mal de corazón; y el niño murió allí, gimiendo en la selva endemoniada. Se quedó lelito bajo un árbol de caucho, blanco como el papel.
Entonces, de un salto, bajó de la sombra el tigre que había estado siguiéndolos y se llevó, señor, al muertecito, para comérselo... Yo no sé volver a la Patria... Era una mariposa bonita, señor, una mariposa que tenía veneno. Dígame si es justo, por la santa caridad, que así se llevaran a mi angelito.

Ventura García Calderón
Notable diplomático y escritor peruano. Nació en Lima (1876); murió en París (1959).