miércoles, 20 de agosto de 2008

PADRE E HIJO

Padre, como tú me dijiste, así lo hice. Compré priero el carro, un hermoso, sólido carro de cuatro ruedas, y la yunta de caballos adiestrados; luego, compré las diversas provisiones, tu poncho de vicuña, todo lo demás, hasta llenar el carro. Y todavía me sobró la mitad del dinero.

Compraste bien, hijo mio.
Partí, pues, de regreso. Al salir del pueblo, pasé delante de una miserable choza. Cinco hombres sacaban de allí un muerto. Me detuve.
En medio de la pieza vi a una infeliz mujer con los brazos cruzados. Numerosas criaturas agrupábanse a su lado y se abrazaban a ella. Todos lloraban, menos la más chiquita, que me miró fijamente. Comprendí.
Me puse de pie y desde lo alto del carro arrojé dentro el resto del dinero.... La viuda se inclinó a recogerlo.

Por la barba del viejo cruzó furtivo un estremecimiento.
Reanudé la marcha siguió diciendo el hijo. Un pobre hombre que temblaba de frio me tendió la mano. Le di el poncho. Después encontré un grupo de muchachitos descalzos... No pude menos que entregarles la caja de los dulces.

El viejo miró al suelo para dejar caer una lágrima.
Al pasar por aquel bello monte de álamos que hay a la derecha de los cerros, los pájaros piaron desesperadamente. Abrí la jaula. No lo pude resisir. Fui dejando después, a lo largo del camino, las demás provisiones. El sillón.... lo di a una pobre inválida. El perro..lo regalé a un ciego.... Todo lo di, padre mio, y por último el carro, ya vacio, lo necesitaba Juan, aquel Juan de la casucha de lata y de madera, que me mostró a sus hijos, su terrible lucha, su huerta tan bien cultivada, cuyos productos llevaba el infeliz marchando a pie por el largo camino, con la pesada carga... Veo que lloras, padre...

¡Tu corazón es grande y generoso!
¡Pero mi proceder!.....¡Perdóname, padre mio!
¡Tu proceder es el de un rey, si alguno existe que merezca serlo. Mi llanto es de alegría, una alegría tan viva que no podrá atravesar mi corazón sin desgarrarlo..... Apresúrome a dar gracias a Dios, porque tú, ¡Oh dicha inmensa!, eres mi hijo.

Del libro EL ERIAL, Constancio C. Vigil.